
Nuevo microrrelato de Víctor Fernández Correas. Si suena la campana, váyanse, una advertencia con sonido de amenaza en un pueblo donde la sensación de abandono asustaba a la luz del día.
“Entre aquellas casas, la iglesia, que remataba una torre. Y en su campanario, una campana. También entre aquellas casas había otra habitable. La que escogió una pareja —chica y chico. Jóvenes, disolutos—”
Por Víctor Fernández Correas
(autor de La Tribu maldita y La conspiración de Yuste)
Era aquel un pueblo desangelado de calles estrechas, mal iluminadas y frías. Si la sensación de abandono asustaba a la luz del día, de noche la soledad mataría con tal de disfrutar de un poco de calor a su lado. Dos habitantes, y mal avenidos. Viejos, cansados ya de soportarse tras una vida de odio mutuo y rencores. Cinco casas en pie, todas ellas en torno a la plaza del pueblo, y restos de otras que lo fueron más alejadas de dicho emplazamiento. Entre aquellas casas, la iglesia, que remataba una torre. Y en su campanario, una campana. También entre aquellas casas había otra habitable —junto a las ocupadas por los ancianos—. La que escogió una pareja —chica y chico. Jóvenes, disolutos— para pasar la noche tras franquearle el paso uno de los ancianos. Parco en palabras, sólo abrió la boca para lanzar una advertencia a la pareja:
—Si suena la campana, váyanse.
Cenó la pareja con la advertencia del anciano encima de la mesa. Antes de acostarse, el chico echó un último vistazo a través de la ventana. La misma soledad, la misma sensación de frío. Se levantó un arisco viento que gritaba su fuerza. El aspecto exterior y el plan, con ella esperándole en la única cama que había en la casa, eran suficientes como para estar tardando en acompañarla. Apenas se abrazaron bajo la pesada manta, comenzó a tañer la campana.
—Joder —musitó ella, estremecida.
No tañía. Lloraba. Entre campanada y campanada, aullaba el viento. Uno de sus golpes abrió la puerta. Lo oyeron, y la pareja también escuchó unos pasos acercándose a la habitación. El haz de luz de la linterna del teléfono móvil del chico rescató de la oscuridad los rasgos duros y serios de la cara del otro anciano del pueblo. Con las manos a la espalda, éste se acercó a la cama.
—¿Acaso no les avisó el otro que se fueran si oían la campana?
Que seguía llorando tañido a tañido.